Una de las funciones de los conceptos es tranquilizar al hombre que logra poseerlos. En la incertidumbre que es la vida, los conceptos son límites en que encerramos las cosas, zonas de seguridad en la sorpresa continua de los acontecimientos. Sin ellos la vida no saldría de la angustia en que permanecería estancada, a no ser que fuera permanente felicidad, presencia total, revelación completa de cuanto nos importa. María Zambrano, La reforma del entendimiento español, 1937
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Hace algunos días una estudiante me preguntó por los conceptos de arquetipo, prototipo y estereotipo. No me fue fácil dar una respuesta, y la que improvisé me dejó insatisfecho. Carecer de acceso a virtuales sentidos siempre reduce nuestras posibilidades comunicativas, aunque, claro, siempre es posible que la sobrerracionalización entorpezca el discurso. Pero tal es sólo una hipótesis. Por ahora me atendré a la idea de que es mejor saber que no saber. Las tres palabras –arquetipo, prototipo y estereotipo– son compuestas, es decir, tienen más de una raíz, y, al menos aparentemente, comparten una de ellas: tipo. Se manifiestan, además, como semicultismos: todas se fundan en el griego antiguo, origen que les permite funcionar en diversos idiomas. Sin embargo, cada una de ellas relata una diferente historia acerca de su llegada a las lenguas modernas. Arquetipos Al principio era el caos; después vino la inteligencia, que puso todo en orden. Anaxágoras de Clazomene Por lo que sabemos, la palabra arquetipo llegó a nosotros desde el francés (archétype), después de haber pasado por el latín (archety̆pum), lengua hasta la que accedió desde el griego. Allí existía como una estructura formada por las raíces ἀρχέ (arjé) y τυπον (typon), que significaba algo así como forma originaria, o primer modelo. Al menos desde el siglo V a.C. , la idea de arquetipo aparece asociada a la filosofía platónica. De acuerdo al maestro de Aristóteles, las cosas de la realidad física, aquéllas que detectamos y conocemos mediante los sentidos, pueden ser entendidas como reflejos o deformaciones de otras: los arquetipos o ideas perfectas, que no se degradan ni dejan de ser. Son manifestaciones ideadas de las esencias puras de los seres con que interactuamos: la mesa esencial, el deportista perfecto, la frescura plenamente refrescante, el amado o la amada que no pueden sino ser inmediata y perpetuamente amados. Algunos han entendido estas ideas como supramateriales y cuasi divinas, como entes eternos, incorruptibles y no sujetos al cambio, pero me parece más probable que Platón estuviera razonando acerca de las cosas en cuanto pensadas, es decir en cuanto aquello que Aristóteles denominaría más adelante formas. Los arquetipos platónicos serían, así vistos, entes del mundo pensado. Estas formas ideales son en verdad un concepto muy griego. Tienen sentido en cuanto pivotes de un acto metacognitivo que nos permite reconocer, comprender y evaluar la realidad. Están presentes en la cultura griega desde antes de su manifestación filosófica. Todo el arte griego clásico se orienta hacia las ideas perfectas de las cosas. Las esculturas que representan dioses, por ejemplo, pueden presentar proporciones físicas incompatibles con la fisiología humana, pero que, paradojalmente, nos permiten construir percepciones de belleza, fortaleza y fuerza plenas, prácticamente ineludibles a nuestros sentidos y, sobre todo, a nuestra sensorialidad pensada. Un ejemplo ilustrativo del grado de conciencia con que los griegos asumían la perfección y la idealidad como líneas guía para la construcción de la realidad, nos lo ofrece el Partenón, el conocido templo que los atenienses erigieron para su diosa protectora. Si consideramos la regularidad perceptual de sus contornos y superficies, así como sus proporciones y la simplicidad de su forma, el Partenón es una obra que –dados los estándares constructivos de la época– debe haber representado un alto grado de perfección (y modernidad) para quienes la vieron por vez primera, en especial para los extranjeros que hubieran podido conocer obras civiles equivalentes. El gran templo de Atenea en la acrópolis se constituye mediante formas geométricas simples y casi puras, representaciones fieles de nociones volumétricas ideales. Se nos muestra básicamente como un gigantesco paralelepípedo recto rectangular, cubierto por un poliedro de dos lados triangulares (los frontones), que es sostenido por columnas que nos parecen encajar en cilindros perfectos. Y, sin embargo, dimensionalmente evaluadas, ninguna de esas cosas es exactamente así. Esa imagen de cuerpo volumétrico perfecto es una ilusión creada por los arquitectos y los constructores. Ellos se dieron cuenta de que si construían el edificio con proporciones geométricas materiales exactas, el ojo humano lo percibiría deforme. Y fue así que, a fin de mostrar columnas perfectamente cilíndricas, éstas debieron ser, en la realidad material, más anchas en su parte central que en sus extremos, y para que parecieran paralelas hubo que situarlas ligeramente inclinadas hacia dentro. Por su parte, el estilóbato, es decir, la base en que se asientan los pilares, debió ser ligeramente convexo, a fin de asegurar la ilusión de que el edificio es un paralelepípedo materialmente recto por todos sus lados, y rectangular en cada uno de sus ángulos. Una suposición interesante a la que nos lleva el caso del Partenón, es la de la relevancia de los procesos técnicos y sociales para el entendimiento consciente de la constitución y las características de la cosas. En efecto, el aprendizaje sobre la deformación perceptual de los grandes objetos, debe haber resultado de la experiencia de muchos constructores previos de templos y obras civiles. Ictinos y Calícrates, los arquitectos del Partenón, seguramente estaban en posesión de ese saber, y, por lo mismo, fueron adaptando las dimensiones del edificio y sus partes en la medida en que lo iban construyendo (lo que parece, a su vez, un indicio más de cómo el conocimiento teórico se deriva de la actividad práctica). Los griegos de entonces, que además inventaron y vivieron la primera gran democracia (otra idea lentamente desarrollada desde la actividad técnica), parecen haber estado muy conscientes de que la realidad no existe por sí sola, sino que más bien surge de nuestras conciencias interrelacionadas. Pero no arbitraria ni voluntaristamente: crece y se construye desde aquellas coordenadas que mucho más adelante serían llamadas hechos del espíritu. Prototipos Esta vieja palabra de griegos y romanos reaparece en Europa a fines del Renacimiento. Ya en 1596 está documentada en ingles, como préstamo de la forma griega πρωτότυπον (prōtótypon), que había tenido también una versión en el el latín tardío: prōtotypus. Tanto el concepto como su expresión se asimilaron a las lenguas europeas modernas (francés prototype, inglés prototype, castellano prototipo, alemán prototyp). Curiosamente su estructura semántica se nos muestra sinónima de la de arquetipo, pues la raíz griega πρωτό (protó-) significa “primero” o “inicial”. Sin embargo, el valor de este “primero” parece más material que el de ἀρχέ (arjé). No se refiere a una anterioridad óntica fundamental, sino a una precedencia material. Ello vuelve comprensible el hecho de que el concepto de prototipo se aplique sobre todo en la manufactura de objetos, tanto en los contextos artesanal y tecnológico cuanto en el nivel de la producción industrial. Así, por ejemplo, todo automóvil, avión o dispositivo electrónico que se fabrique en forma masiva cuenta con al menos un prototipo inicial: un primer modelo que nace de los planos de uno o más creadores. A este objeto-modelo se lo somete a sucesivas pruebas, y sobre él se trabaja en las adaptaciones que puedan mejorarlo. Un caso muy interesante es el del Escarabajo, el peculiar automóvil con el que la empresa automotriz Volkswagen conquistó el mercado automotriz. Luego de que en 1932 los nazis triunfaran en las elecciones generales y tomaran el poder total, Hitler decidió ejecutar un ambicioso plan de obras públicas, que incluyó la construcción de un sistema de autopistas que permitiera conectar eficientemente las muchas ciudades alemanas. Pero había un problema: muy pocos alemanes tenían automóvil. Hitler le pidió entonces a Ferdinand Porsche que desarrollara vehículos automotores para el pueblo (de allí el nombre Volkswagen, de Volk, pueblo y Wagen, coche), que fueran para los alemanes algo semejante a lo que el modelo T había sido para los estadounidenses. El ingeniero alemán asumió entonces el desarrollo de un nuevo tipo de coche. En su diseño, rompió con la tendencia general de poner los motores en la parte delantera, así como con la tradicional refrigeración por agua, y optó por la tracción trasera y un sistema de ventilación integrado en el motor. Aprovechó en su diseño proyectos previos, como el Tatra V570, un prototipo checoslovaco de 1933, en el que se reconocen ya los rasgos de la futura carrocería de los escarabajos. Pero más allá de las características del modelo inicial, el caso de Volkswagen es muy útil para entender el valor del concepto de prototipo por lo que ocurrió después de que Erik Komenda, el jefe de diseño de Porsche, presentara la primera versión. Hasta 1939, año en que estalló la guerra, se desarrollaron muchas variaciones del primer prototipo, pero ninguna de ellas pasó a la etapa de producción masiva. Y una vez que el país estuvo de lleno en guerra, la idea de un automóvil para las familias alemanas fue pospuesta. Los avances tecnológicos ya alcanzados, sin embargo, fueron usados para vehículos de guerra. Además de un modelo anfibio, el ejército alemán usó exitosamente una versión todoterreno, que fue particularmente útil en África, por la ventaja que le daban la suspensión por torsión y el enfriamiento por ventilación. Sólo después de la guerra pudo retomarse la idea del auto para el pueblo, y desde 1946 la producción de escarabajos en Wolfsburg fue uno de los pilares de la recuperación económica y social alemana. La historia del modelo estrella de la Volkswagen nos muestra el gran valor potencial de los prototipos. Partiendo de una base sólida, una misma cosa puede ser adaptada a las más diferentes condiciones de existencia y acción, y logra eventualmente derivar en un objeto exitoso en sí mismo tanto como por sus consecuencias en otros ámbitos. El caso del escarabajo muestra además una suerte de neutralidad de base: desde ser un proyecto nacido en una dictadura totalitaria, se transforma en un producto industrial icónico del carácter de la sociedad democrática alemana: un emblema de la igualdad social, la eficacia y el progreso compartido. Estereotipos y clisés Aunque aparenta tener un origen muy cercano a las palabras arquetipo y prototipo, el vocablo estereotipo parece no haber sido acuñado por los antiguos griegos, ni usado por los viejos romanos. En su cercano origen histórico, se nos muestra como un neologismo creado para denominar un subproducto derivado de una actividad no sólo típica, sino fundante de la modernidad: la imprenta tipográfica. La invención de Johannes Gutenberg no fue revolucionaria porque permitiera reproducir de modo prácticamente infinito una misma imagen, capacidad que no la diferencia del grabado en piedra o en metal. Su verdadero efecto transformador procede del hecho de que hizo posible la reproducción masiva y sucesiva de un mismo texto, mediante la composición recursiva mediante tipos móviles, es decir, agrupando moldes inversos de letras en grandes planchas o bandejas. Ello permitió publicar cualquier texto simplemente recombinando los tipos en el orden necesario. De haberse usado planchas enteras, como en los grabados, el sistema habría sido mucho menos versátil y enormemente más costoso. Para cada página se tendría que haber hecho una plancha, lo que habría requerido de una labor artesanal más compleja y lenta. La democratización de la lectura y el desarrollo de los periódicos habrían sido casi imposibles, y los libros mismos serían tanto o más caros que los viejos textos medievales escritos e iluminados en pergamino. Pero –paradojalmente– los tipos móviles pueden también fijarse en una sola plancha, lo que se volvió eventualmente una práctica común en las imprentas. Esto se hace tomando un molde de la plancha antes formada con tipos móviles. Se aplican sobre ésta capas sucesivas de papel húmedo, que se golpea suave y reiteradamente hasta que toma la imagen tridimensional de los tipos. Una vez formado el molde, el papel se seca y deviene una matriz de cartón piedra, sobre la cual se vierte una fusión de plomo y antimonio. Cuando está frío el metal, se retira el molde y el resultado es una plancha sólida que puede usarse las veces que se quiera. Eso permite reimprimir una obra si los ejemplares ya se han agotado. Esta plancha reutilizable es lo que en el viejo negocio de la impresión se llamaba clisé o estereotipo (del gr. στερεός stereós 'sólido' y τύπος týpos ‘molde'). Y seguramente desde allí pasó –proceso metafórico mediante– al espacio de la conceptualización de las valoraciones sociales. Y es que así se llama actualmente a la percepción petrificada e inmóvil de un tipo social: el estereotipo. Ahora bien, ocurre que estas concepciones fijas acentúen rasgos que son o devienen (subjetivamente considerados) degradantes o, más ampliamente, negativos. Es el caso del estereotipo del judío avaro y codicioso, como el prestamista Shylock imaginado por Shakespeare para su Mercader de Venecia, o el de las afroamericanas obesas y serviles ideadas por Margaret Mitchell para Lo que el viento se llevó. Tal vez el uso del concepto de estereotipo surgido de la imprenta para denominar estas concepciones negativas, portadoras y creadoras del prejuicio, se deba a que ellas se originan en una primera versión que tiende a estabilizarse entre los miembros de una comunidad. Así, por ejemplo, en la literatura y otras artes suelen encontrarse retratos simplistas que se vuelven populares. Las madrastras de los cuentos infantiles, o los obesos graciosos, como el Obélix de las Aventuras de Asterix y los gordos cinematográficos encarnados por Oliver Hardy (“El gordo y el flaco”) y Lou Costello (“Abott y Costello”). Sin embargo, existen en realidad estereotipos favorecedores tanto como degradantes. Recuerdo que mi madre solía hablar del jovencito de la película. Y cuando ella ella usaba esa expresión, mi padre no tardaba en replicar con el ejemplo que ambos creían más acertado. El Gregory Peck, decía, con una sonrisa entre irónica y celosa. Y es que lo característico de los estereotipos no es que sean negativos, sino que son conjuntos fijos de supuestos rasgos o atributos de un determinado tipo humano, grupo, etnia o rol social (entre otras posibles clasificaciones). Tales constelaciones fijas de rasgos imaginados se arraigan en nuestra percepción y determinan nuestras conductas. Responden a la necesidad individual y colectiva de categorizar las cosas para poder actuar rápidamente en relación a ellas. Así, por ejemplo, la generalizada presunción de que las mujeres tienen una especie de actitud maternal innata, puede llevar a un grupo social a dejar a los niños a cargo de mujeres, antes que de hombres. Esto solía ser así, lo que –se argumentaba a veces– facilitaba una rápida y mejor división del trabajo: los niños quedaban a cargo de sus madres, tías o hermanas, de modo que los hombres se concentraran en otras tareas. Pero, claro, una simplificación basada en estereotipos puede también tener (y tendrá) consecuencias en otros ámbitos. Las mujeres quedaban limitadas en sus posibilidades de acción laboral y desarrollo profesional, y los hombres que mostraban predisposición al cuidado de niños caían bajo la sospecha de ser poco masculinos. A veces encontramos a los estereotipos corporeizados en las cosas mismas. Un caso evidente es el de las muñecas Barbie, que no sólo privilegian los cánones de belleza de los pueblos europeos, como los ojos azules, el pelo rubio y la piel blanca, sino que estatuyen formas corporales que, de ser imitadas, pueden causar un importante daño a la salud de niñas y niños. Las dimensiones relativas de la cintura de una muñeca Barbie, por ejemplo, son materialmente imposibles en un ser humano real, y la obsesión por alcanzar semejantes proporciones entre caderas, cintura y pecho, ha sido a veces la causa de problemas no sólo de autoimagen corporal, sino de comportamiento nutricional y desarrollo físico. Los estereotipos son difíciles de eliminar, y es discutible que la mejor estrategia para enfrentarlos sea hacerlo. Evidentemente, aquéllos que son degradantes deben ser denunciados y destruidos sin más: el de los semitas avaros, por ejemplo, o el de las etnias cognitivamente inferiores. Pero más en general creo que es recomendable estar atentos a la existencia de los estereotipos en nuestras mentes, de modo tal de poder controlar y orientar nuestras percepciones y nuestra conducta de modo crítico, y así ir desmontando o deconstruyendo los prejuicios que nos aprisionan y nos llevan a causarle daño a otros (y, muchas veces, a nosotros mismos).
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