Una de las funciones de los conceptos es tranquilizar al hombre que logra poseerlos. En la incertidumbre que es la vida, los conceptos son límites en que encerramos las cosas, zonas de seguridad en la sorpresa continua de los acontecimientos. Sin ellos la vida no saldría de la angustia en que permanecería estancada, a no ser que fuera permanente felicidad, presencia total, revelación completa de cuanto nos importa. María Zambrano, La reforma del entendimiento español, 1937
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Esclavos en una mina - Terracota corintia (Wikimedia Commons / Huesca)La alegoría de la caverna es una historia que Platón incluyó en uno de sus más importantes diálogos, La república o El estado. Congregados una vez más en torno a la figura de Sócrates, los participantes de esta conversación razonan sobre la mejor forma de organizar y gobernar la ciudad. Expresan propuestas que fueron y siguen siendo polémicas, y anticipan ideas que –con diferente fortuna– han sido relevantes para la construcción de los sistemas sociales democráticos. Aparecen temas como el de la igualdad de los géneros, el gobierno tecnocrático, la gobernanza en relación a los gremios, y el control ideológico del conocimiento público. Es una obra compleja y de difícil evaluación. Suele tomársela como una propuesta explícita de ciudad perfecta, pero también puede vérsela como una exposición críptica de posibilidades y problemas por enfrentar ante el desafío democrático. Es tal vez ese valor de presentación oblicua de las bases que sostienen a una buena sociedad lo que da sentido a la alegoría que nos ocupa. De hecho, en ella no se nos habla directamente de la ciudad, sino del conocimiento de lo real como condición para una vida libre. Los acontecimientos en que la historia se sostiene son muy simples, y, aunque hoy en día nos pueden parecer inverosímiles, en el Mediterráneo antiguo no lo eran tanto. Las minas subterráneas eran excavadas entonces por esclavos que sufrían sus breves vidas entre sombras, piedras y polvo, respirando aires enrarecidos y fría humedad. Posiblemente muchos eran niños (especialmente útiles para la minería premoderna, por su reducido tamaño que les permitía pasar por túneles estrechos y servir así como vanguardia). Nos habla Platón de un grupo de humanos en tales condiciones. Prisioneros en una caverna, sólo al final de cada jornada sus carceleros les permiten descansar y alimentarse en una parte más aireada de la mina, cerca de la entrada. En ese momento ya es de noche, por lo que no entra más luz que la de una fogata que los guardias mantienen afuera. Es una ruta transitada por caravanas. Sobre los lomos de mulas y burros los comerciantes llevan su valiosa carga a los mercados de Corinto y Atenas. Pasan lentamente por el camino, justo entre la caverna y la fogata de los carceleros. La movediza luz de las llamas proyecta sus sombras sobre una pared rocosa que los prisioneros ven desde el rincón en que descansan. Esa danza de las sombras es lo único diferente y variable en su jornada diaria, lo único que escapa a la monotonía y uniformidad del encierro. Cada silueta es diferente de las otras, y todas parecen revelar una historia. Noche tras noche el desfile de formas y el contraste de luces ofrece a los encadenados un poco de belleza y diversidad, un estímulo a su imaginación y un consuelo en el sometimiento que les niega humanidad. Creen que su mundo es la única realidad, toda la realidad. No saben claramente que son prisioneros, carecen de los conceptos que explicarían su encierro. Los guardias los mantienen convencidos de que su condición natural es la de seres sumisos destinados al trabajo. La existencia del mundo depende –les hacen creer– de su cotidiano esfuerzo. Esa labor constante sostiene la existencia de la realidad. Y claro, el adoctrinamiento puede tranquilizar conciencias y adormecer el dolor. Permite, por un tiempo al menos, seguir adelante hasta en los más horribles, hostiles y opresivos entornos. Por alguna razón que Platón no entrega, uno de los ilotas es liberado de sus herrojos y llevado fuera de la caverna. Temeroso y asombrado, ve pasar a los comerciantes sin cabalmente comprender quiénes o qué tipo de seres son. Lo que pasa ante sus ojos está mucho más allá de cualquier experiencia que haya podido tener en el encierro. Y aun cuando lo han sacado en medio de la oscuridad y tan sólo las llamas de la distante fogata alumbran su camino, vive sus percepciones como una abundancia de formas y sonido que no logra aprehender ni distinguir. La diversidad de las cosas se le torna casi insoportable. Y esta sobrexposición no hace sino aumentar con la llegada del día. La luz solar, desconocida hasta entonces para él, causa dolor en sus pupilas. Pero lentamente sus ojos logran adaptarse a las luces y colores del mundo exterior. Y aunque no se nos describe lo que ocurre después, no nos es difícil imaginarlo. Al recién liberado hombre le queda mucho por vivir. Tendrá que conocer a los humanos del exterior, aprender de su vida en sociedad, estudiar las cosas que pueblan el mundo y ampliar su lenguaje para entenderlas y discutirlas. No nos habla Platón de esa etapa. Se limita a mostrarnos el momento en que el cautivo vuelve a los suyos y trata de explicarles lo que vio. No creen su relato e incluso se burlan. Pero él insiste en hacerlos tomar conciencia de su estado de sometimiento, de que no tan lejos hay un mundo entero, lleno de objetos y seres estimulantes y hermosos que podrían conocer y de los que podrían disfrutar. Otras vidas y otras formas, plenas de color y posibilidades de existencia y placer. Mas ellos no quieren salir. Los túneles de la mina son su seguridad y sienten que las penumbras les brindan protección. Y tal vez no sólo porque los separan de la complejidad del exterior, sino porque los ocultan también de sí mismos. Esta historia –técnicamente una parábola– ha sido usada para postular que Platón creía en una suerte de “cielo de los arquetipos” y en la “falsedad” del mundo físico. La realidad exterior a la caverna –según esa interpretación– sería la de las ideas perfectas de las cosas, que de alguna forma estarían fuera o más allá del mundo sensible (el interior de la caverna). Los objetos de existencia material serían, como las sombras sobre el muro, tan sólo un reflejo imperfecto de los arquetipos. Concebir así lo material, como el mero reflejo de entes ideales perfectos, nos permitiría –se argumenta– explicar la intrínseca corruptibilidad de las cosas, así como sus transformaciones, su degradación, y su eventual muerte o desaparición. Todo lo físico sería necesariamente fugaz y fungible. Sin embargo, cuando se considera la obra de Platón desde una perspectiva más amplia, que abarque los ámbitos temporales de su maestro Sócrates y su estudiante Aristóteles, la hipótesis de los arquetipos deja de ser centralmente representativa de su pensamiento y, sobre todo, del producto histórico de su actividad docente. Parece más verosímil que Platón apuntara con su alegoría a una condición humana fundante, aquella que Sócrates suponía característica de todos: la ignorancia. El ser humano –forzado al conocimiento por su estructura de conciencia– es descrito por Sócrates como un ignorante esencial y operacional. Esencial, porque, pese a estar obligados a saber, nunca podemos realmente estar seguros de si lo que creemos conocer efectivamente existe. Operacional, porque esa misma ignorancia explica nuestra constante curiosidad y nos mueve a resolver incógnitas y cuestionar hechos. Y la necesidad de asignar sentido a las cosas impulsa consecuentemente nuestras capacidades de investigación y creación de respuestas. Enfrentados al conocimiento, somos como un ilota que debe liberarse por sí mismo, impulsado por el deseo de alcanzar la fuente de las formas proyectadas sobre el muro. Nuestro acceso al saber es intencionado. Llegamos a él por una ruta de esfuerzo e incertidumbre, y, en algunos casos, peligro. Sólo llegamos a entender aquello que intencionalmente buscamos desentrañar, y para lograrlo debemos superar nuestros prejuicios y el sentido común. Nociones que hoy nos parecen evidentes –como la de que la Tierra es esférica, gira en torno al Sol y rota sobre su propio eje– no habrían sido obtenidas sin ir contra otras que parecían derivarse natural e inmediatamente de nuestra experiencia del mundo sensible. La usual y útil horizontalidad de tantos campos de cultivo nos llevó a suponer que la tierra es plana, y nuestra diaria experiencia diurna hizo casi imposible no pensar que el Sol se traslada por el cielo. De hecho, los nombres de varios puntos cardinales se derivan de la razonable suposición de que el Sol se mueve sobre una Tierra plana. La palabra oriente significa, en efecto, allí donde [él] nace, en tanto que occidente nombra al lugar donde [él] es sacrificado. Sus respectivos sinónimos, levante y poniente se explican por si mismos. Al igual que para el esclavo que sólo ha conocido la oscuridad de las cavernas y el trato manipulador de los guardianes, nuestra relación con la realidad puede volverse contradictoria y confusa. Nos sentimos atraídos por ella, pero también desafiados en nuestra aparente seguridad dentro de un espacio al que estamos habituados. Conocer y, más aun, estar dispuestos a conocer, importa necesariamente un riesgo y traerá con seguridad cambios que no podemos prever y que tal vez no nos gusten. Lo que alcancemos al final del camino será algo nuevo que necesariamente sustituirá, al menos parcialmente, nuestras viejas creencias acerca de lo real. Aunque, claro, no siempre estamos enfrentados a desafíos cognitivos difíciles y complejos. Usualmente nuestros actos de conocimiento suponen un costo identitario e ideológico muy bajo, pero incluso entonces, acceder exitosamente a una nueva noción o concepto modifica nuestra posición relativa frente a las cosas e incide en la forma en que vivimos la realidad. Nuestras creencias siempre se ven forzadas a cambiar. Es lo que puede ocurrir a quienes toman conciencia del modo en que se contagian algunas enfermedades. Antiguamente los juramentos y hermandades de sangre eran muy comunes. En su versión dura, los juramentados se cortaban la palmas de la mano para luego estrecharlas firmemente. Más común era, por cierto, un pinchazo en los pulgares, los que a continuación se juntaban con solemnidad. Este contacto íntimo –creían– los hermanaba para siempre. Claro, la sangre del uno no pasaba realmente al torrente circulatorio del otro. Sin embargo, sí podían hacerlo algunos microorganismos. Por lo mismo, cuando apareció el sida, y se supo que el virus causante se contagiaba por contacto entre fluidos corporales, el riesgo de infección mediante estos rituales se hizo evidente y rápidamente perdieron su prestigio, su aura de compañerismo en la aventura. Frente a casos como aquél, asumir la realidad de las cosas no es difícil. El pensar funciona claramente como un modo de autopreservación. Pero hay casos en los que renunciar a la ignorancia o cambiar las propias creencias no resulta tan fácil. Para muchos cristianos, por ejemplo, la idea de que los seres humanos hayamos evolucionado desde una especie de primate representó un desafío cognitivo y emocional prácticamente imposible de afrontar y procesar, particularmente mientras las jerarquías de sus iglesias no incorporaban la teoría evolutiva en sus cuerpos dogmáticos. Y algo muy parecido sigue ocurriendo hasta hoy respecto del concepto de raza. La idea de que las razas existen no sólo en cuanto manifestación de diferencias físicas externas, sino también de capacidades cognitivas y hasta de cualidades morales pareció por siglos fácil de asumir y defender, casi un hecho evidente por sí mismo. Y basados en ese prejuicio unos esclavizaron a otros, o justificaron discriminaciones cotidianas (como las del transporte público diferenciado) e incluso el exterminio de millones, como en la Europa nazi. La historia de la caverna en que se nos mantiene esclavizados no es un mero divertimento intelectual que conecte lo general con los particulares, o una hipótesis mística de arquetipos hiperreales inalcanzables, que estarían señalando nuestra precariedad y harían de nuestra existencia un absurdo. Parece más bien la representación metafórica de aquél que quizás sea el mayor logro de todo ser humano: liberarse de las penumbras y ataduras de una explicación fácil y cómoda, pero finalmente falsa, de las cosas. Es la imagen de una transformación liberadora, tanto de lo individual cuanto de lo colectivo. Partes importantes del sufrimiento personal y el fracaso político proceden, de hecho, de nuestra incapacidad para cuestionar y transformar las propias creencias o las ideologías que alimentan nuestra acción colectiva. Nos aferramos a los conceptos que nos resultan familiares y fáciles como a las sábanas de nuestra cama. Nos protegen y aíslan del exterior y nos permiten seguir durmiendo en esa soledad vestida de vida que los sueños pueden ser. Pero si queremos despertar y salir, tenemos que levantar esos mantos y desprendernos de ellos. Pero, claro, requeriremos otros. Siempre. No nos podemos desprender del uso instrumental de las representaciones que de las cosas nos hacemos, pues sólo ellas mediante nos conectamos con el mundo. Los conceptos nos visten, pero son además como espacios que simultáneamente nos contactan y nos separan del entorno. Al igual que un puente o un túnel, nos permiten transitar hacia las cosas preservando una distancia que nos da más opciones de movimiento, e impide que seamos atrapados por el mundo, absorbidos en él. Es la autonomía del desasimiento, de la ausencia de sujeciones y límites, de la inexistencia de ataduras. Ella nos permite transitar hacia las cosas seleccionando el objeto de nuestra acción, pero también nos deja sin un punto claro de apoyo. Escapar de la esclavitud implica necesariamente una mayor cuota de inseguridad respecto del devenir de nuestras vidas. Todo lo que ganamos en libertad, lo perdemos en certeza sobre el presente (y –solemos creer– el futuro). Hay un sentimiento de pérdida y una sensación de peligro en todo acto libre. La intelección de la realidad, que es el fundamento de nuestra libertad, nos fuerza a decidir entre un permanecer cubiertos por la oscuridad y el avanzar inseguros hacia espacios más claros y abiertos. Y a veces nuestro temor se magnifica ante la idea de que lo que afuera existe es simplemente la nada, la carencia definitiva. Pero, más allá o más acá de las metáforas, la experiencia de quienes han buscado llegar a lo real nos ofrece evidencias de que han logrado construir espacios mejores. Si bien no siempre han alcanzado a disfrutarlo ellos mismos, han sido capaces de erigir mejores lugares de existencia para sus comunidades. Los actos de conocimiento son las piedras angulares de las sociedades modernas. Y no sólo hombres y mujeres famosos como Hobbes, Kant, Darwin, Curie, Zambrano o Pasteur han puesto y asentado esos cimientos, sino todos quienes han actuado basándose en las diversas formas de razón crítica posibles por la curiosidad y el diálogo, o, más exactamente, por la curiosidad que mediante el diálogo deviene productiva.
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